miércoles, 2 de agosto de 2017

Internet: Un evento en Las Toninas le complicó la vida a muchos argentinos

Este miércoles 2 de agosto, a las 14.51, hubo "un corte no significativo" en un cable de fibra óptica utilizado para brindar el servicio. Pasadas las 18, la empresa responsable del servicio comunicó que se había reparado el daño.

El servicio de internet funciona con "normalidad" en el país ya que "fue solucionado" un problema que generó lentitud en el servicio debido a "un evento en el cable terrestre" que une a la estación de amarre de cables submarinos de Las Toninas, en la provincia de Buenos Aires, "debido a una obra cercana a la misma", informó a la Agencia TelAm la empresa Level, administradora del nodo de conexión.

Hoy, a las 14.51 se generó lo que la compañía en un comunicado definió como "un evento" causado por una obra cercana a la estación de cableado ubicada en la localidad balnearia, lo que hizo que "el tráfico se redireccionara automáticamente a través de rutas alternativas y continuó operando sin interrupciones".

"Una vez solucionado el inconveniente, el tráfico volvió a su ruta original", aseveró la empresa.

Los cables submarinos de conexión a internet llegan a la costa argentina desde la localidad brasileña de Fortaleza y no sólo prestan este servicio, sino que además portan la señal de redes privadas para empresas y organismos estatales.

El desperfecto generó una ola de especulaciones y comentarios en redes sociales por lo que Las Toninas es tendencia numero 1 en Twitter en Buenos Aires.

Cómo funciona Internet (realmente)
La periodista Natalia Zuazo, escribió "Guerras de Internet" (Debate, 2015). En Bastión Digital publicó un extracto de “Guerras de internet. Un viaje al centro de la Red para entender cómo afecta tu vida”:
Internet es un gran monstruo en el que todas sus partes están conectadas y se necesitan mutuamente. La base de todo ese trabajo es física. Son tubos y cables —submarinos y terrestres— instalados por corporaciones o por países que dan la infraestructura necesaria para que los datos viajen, vuelen por las arterias y venas de la bestia. Son redes que corren debajo de nosotros.

—Nos van a poner una bomba.

El comerciante se animó a decir lo que todos comentaban por lo bajo. Fue el primer valiente de la reunión que hasta ese momento se desarrollaba en la paz de un invierno húmedo de 1999. Pero la tensión se acumulaba.

Las Toninas, un balneario modesto de cinco mil habitantes a trescientos kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, sufría una invasión sin precedentes. En sus calles de tierra, se desplegaban grúas, obradores y mezcladoras de cemento. En el puerto se estacionaban barcos de más de cien metros de largo que encendían sus luces a la noche y se iluminaban como si fueran una ciudad flotante. La pizzería del pueblo, acostumbrada a recibir empleados públicos y comerciantes al final del día, comenzó a recibir a belgas que bajaban de los barcos pidiendo cerveza, una tras otra, desde la mañana. Durante meses, los vecinos de Las Toninas no supieron ni entendieron nada. Encargaron más botellas de cerveza y mejoraron el plato del día para el almuerzo, pero nadie les daba más pistas. Mientras tanto, la costanera ancha se colmaba de montículos de arena y cerca de la ruta se levantaban dos nuevos edificios, bajos y grandes como supermercados.

Lo que los vecinos ignoraban era que ese misterio los haría famosos. Ignoraban también que por el mar y la arena estaban entrando los cables submarinos de internet que conectarían a la Argentina con el mundo. No podían ver que dentro de los nuevos edificios se estaban instalando filas largas de estantes con servidores y conexiones de fibra óptica. No sabían que esta pequeña ciudad de 5.200 habitantes se estaba transformando en lo que la haría para siempre conocida. Las Toninas se estaba convirtiendo en “la capital nacional de internet”.

Los habitantes navegaban en rumores: se decía que estaban instalando ese nuevo monstruo de las comunicaciones llamado internet. Pero que no se trataba de simples conexiones sino de su columna vertebral, unos tubos larguísimos que salían de los flamantes edificios y se metían al mar.

Era auspicioso ser el centro de algo, pero también les daba miedo. ¿Y si alguien quisiera romper los cables? ¿Quién los protegería si pusieran una bomba para hacer volar el futuro por los aires?

Ante el pánico, las empresas de telecomunicaciones, las mismas que habían quebrado la paz del pequeño balneario, fueron quienes convocaron a la reunión. El Consejo de Ingenieros de la ciudad vecina de Santa Teresita les propuso a las empresas dueñas de los cables —Level 3, Telefónica y Telecom— reunirse con los habitantes y explicar qué estaba ocurriendo. Eligieron el salón de usos múltiples de la Sociedad de Fomento de Santa Teresita, el más grande de la zona, y ordenaron en filas las sillas de plástico negro. El primero en llegar fue el intendente.
Cable de internet en el fondo del océano
De sobretodo y guantes negros, saludó a los ingenieros del lugar y a los representantes de las empresas y tomó asiento rápido. Él también quería saber más.

El ingeniero Ernesto Curci, que estaba a cargo de la estación de amarre de cables submarinos de Level 3, fue el encargado de dar la primera charla. Su misión era explicar que no había nada que temer. Curci, que tenía cuarenta y cuatro años y acababa de ingresar a la compañía, habló más de una hora. De un metro sesenta de alto, erguido y atlético a base de gimnasio y maratones, ya había participado en la instalación de la primera estación de cables submarinos de Las Toninas en 1994, trabajando para Telefónica. Pero eso había pasado más desapercibido.

Curci siempre resulta el elegido para hablar. Puede describir cosas aburridas para otros, pero que él explica con calma y las hace más comunes, palpables. Parece que nunca quiere romper la paz de su cara, aunque cada tanto se le quiebra cuando sonríe, sin dejar de hablar. Acostumbrado a rodearse de ingenieros, mediciones de transmisiones y electricidad, ese día se enfrentaba a un público distinto, extraño a los desafíos técnicos, pero voraz de información.

Un vecino lo interrumpió:

—Ingeniero, con todo respeto, está muy bien lo de internet. Pero acá tenemos miedo de que le pongan una bomba al cable para cometer un acto terrorista.

Curci caminó por detrás de una mesa que enfrentaba al público y apoyó las manos. Miró al frente y respondió con mucha más sinceridad de la que los invitados esperaban.

—Mire: Si hay alguien con capacidad para poner una bomba en los cables son las mismas empresas de tecnología que los instalaron. Pero no creo que quieran romper sus propias instalaciones —explicó Curci, en medio de un murmullo y algunas risas furtivas de los estudiantes de Sistemas de la Universidad Atlántida Argentina de Mar de Ajó, que también habían sido invitados—. En todo caso, si quieren hacer volar los cables, es más fácil hacerlo en cualquier lugar del mar, donde no hay tantos sistemas de seguridad. Y si es por terrorismo, sería más efectivo bombardear una destilería de petróleo y cortar el suministro eléctrico de la zona. Sin electricidad, los cables no podrían transmitir internet.

Quince años después, cuando recuerda la anécdota, Curci sonríe con cariño. Reconoce que el miedo a la bomba en 1999 resultaba comprensible. Internet recién estaba naciendo y sus promotores la anunciaban con euforia, con la misma parafernalia discursiva con la que habían promocionado la carrera espacial en los sesenta. Era el próximo paso hacia el futuro. Y el futuro siempre crea nuevos miedos. Curci todavía no sabe si su respuesta dejó tranquilos a los vecinos de Las Toninas. Lo cierto es que, desde que se instalaron los primeros cables submarinos de internet hasta hoy, se conoce en el mundo un solo intento de atentado “contra cables de internet”, en Egipto en 2013, y nunca fue del todo aclarado.

Internet no se detiene. El animal puede herirse, pero nunca de muerte. Es tan esencial para los dos mil millones de personas que la usamos a diario como para los infinitos procesos de comunicación de empresas, organismos gubernamentales, fábricas, transportes. La vida moderna funciona y se alimenta de datos. El 95% de la información del planeta se encuentra digitalizada y está disponible en internet y otras redes informáticas.

Transportar diariamente todos estos caudales de datos es el trabajo de una industria monumental y millonaria. Para eso les pagan a los ingenieros que trabajan en ella (“una gran familia”, según Curci): para que el tráfico de ceros y unos encuentre siempre rutas despejadas por donde transitar. Para que esto suceda hay que manejar una estructura inmensa, una que emerge desde el mar.

Internet es un gran monstruo en el que todas sus partes están conectadas y se necesitan mutuamente. De eso se trata: redes que se comunican con otras redes, de a millones, en todo el mundo. Sistemas que conversan con otros sistemas. Y lo hacen a través de un idioma en común, una lingua franca, el protocolo TCP/IP, una serie de comandos que le dicen a los datos que van viajando que busquen el camino más barato para llegar a destino. Si un camino no está disponible, los datos buscan otro. Prueban una y otra vez nuevas rutas hasta alcanzar su destino. Mientras todo eso sucede, nosotros no nos damos cuenta. Simplemente, esperamos que un mail aparezca de la nada en la pantalla o que un video cargue. Son segundos: un sorbo de café, un suspiro frente al teclado, un mensaje que llegó al celular. Pero durante ese instante, el animal trabaja para nosotros. Nunca duerme. Nunca deja de hacer conexiones. Cada parte de su —para nosotros— invisible cuerpo aporta a su movimiento y ninguna puede quedarse quieta. Por eso necesita siempre cargar energía a través de sus cables, ubicados en estaciones de amarre y transmisión como la estación de Las Toninas o en centros de datos (datacenters) ubicados en miles de ciudades. Internet es cooperación pura, desplegada en una enorme estructura asentada en edificios en la tierra, pero también conformada por tubos recorriendo todos los kilómetros necesarios para conectar el mundo.

La base de todo ese trabajo, de esas millones de conexiones diarias que nos unen, es física. Son tubos y cables —submarinos y terrestres— instalados por corporaciones o por países que dan la infraestructura necesaria para que esos contactos sucedan, para que los datos viajen, vuelen por las arterias y venas de la bestia. Son redes que corren debajo de nosotros, en la calle por la que caminamos todos los días, al costado de nuestro escritorio. Son tubos anchos debajo de la vereda o de una ruta, caños más pequeños que llevan cables a nuestra manzana y otros más conocidos por todos (negros, del diámetro de un dedo meñique) que hacen que otro cable se ensamble en el router que tenemos al lado y la señal aparezca.

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