viernes, 23 de marzo de 2007

Medios cómplices. Censura y autocensura durante la dictadura argentina

Por: Sergio Marelli
El 24 de marzo se cumplirá un nuevo aniversario de la última dictadura militar argentina. Las efemérides sólo tienen sentido cuando saltan del reino mineral de las meras cronologías a la historia viviente de las sociedades. En ese sentido, esta es una buena oportunidad para reflexionar sobre el papel jugado por el periodismo escrito bajo regímenes totalitarios, sin ánimo de dogmatizar o elevar un caso histórico puntual a canon transtemporal; pero sí para debatir si el periodismo debe responder a un imperativo ético o al oportunismo noticioso.

Decíamos ayer "Reflexionar" es una palabra inquietante.
El escritor David Viñas la definió como: "doblarse, flexionarse, dramática, dolorosamente sobre sí mismo, en una especie de arcada. Pocos tolerarían una tensión así". Por lo menos cabe preguntarse: ¿cuántos periodistas argentinos tolerarían una reflexión sobre el rol que cumplieron bajo los años de la última sangrienta dictadura castrense?
En 1572, el poeta español Fray Luis de León tuvo la osadía de traducir libremente la Biblia suscitando las iras santas de los claustros de la Universidad de Salamanca y de la Inquisición que lo mantuvo en las mazmorras durante cuatro años. Al salir en libertad, y reincorporarse a su cátedra, reinició sus clases con la imperecedera frase: "Como decíamos ayer...". ¿Qué es lo que decía ayer ­hace 21 años­ el periodismo escrito argentino?
El escritor y periodista Rodolfo Braceli, recuerda:
"La mayoría de los medios de comunicación y muchos notables periodistas, más que ser sumisos y salvar el pellejo, la pasaron bien. No fueron víctimas. Ni fueron inocentes. Decir que no fueron inocentes es una manera suavísima de decir que fueron, también, particularmente culpables... Y hay más para revisarnos: una cosa es la sumisión por pavura y otra cosa es la genuflexión azucarada y gozosa, la de la complicidad. De esto último hubo demasiado."
En junio de 1981, todavía en tiempos de la dictadura, el periodista Enrique Vázquez ­en la revista Humor, uno de los muy pocos medios que tuvieron la valentía de preservar cierta actitud crítica con la dictadura­ escribía en una de sus notas:
"Los periodistas somos culpables porque en su momento nos faltaron agallas... No dijimos ni una sola palabra de la Argentina secreta... Nunca pensamos que nuestro silencio nos transformaría en cómplices de lo que pasó y de lo que pasa. Que Dios nos perdone y que el infierno tenga la calefacción rota."
Sin duda, la abrumadora mayoría de los medios escritos operaron como cadena de transmisión de la operación propagandística de la dictadura; pero eso no nos habilita para decir que todos los periodistas, unánimemente, hayan tenido idéntica actitud en los casi tres mil días de la dictadura. Tampoco puede separarse la actitud del grueso de los periodistas, con el comportamiento social que durante esos años mantuvo el pueblo argentino. Podríamos traer a colación esa frase de George Steiner, a propósito de los campos de concentración del nazismo:
"Precisamente a la hora en que Mehring o Langner eran conducidos a la muerte, la abrumadora mayoría de los seres humanos, en las granjas polacas a dos millas de aquí, o a cinco mil millas en Nueva York, estaba durmiendo o comiendo, o yendo al cine, o haciendo el amor, o preocupándose por la cita con el dentista. Aquí es donde mi imaginación se atasca."
Nuestra imaginación, como argentinos, se atasca cuando pensamos que en 1978, mientras en el estadio mundialista de River, la hinchada argentina, en la final del Mundial de Futbol, gritaba "El que no salta es un holandés", a pocas cuadras de allí, muchos compatriotas eran torturados en el campo clandestino de la Escuela de Mecánica de la Armada. ¿Podría haberse mantenido la dictadura sin una complicidad más o menos vasta de la sociedad, si el grueso de la población no hubiera elegido una estrategia de sobrevivencia ­para decirlo benignamente­ que implicaba ponerse el traje a medida de la complicidad? Connivencia que se vuelve más aberrante aún, cuando es ejercida por personajes que debieran condensar las más altas virtudes cívicas, como son los representantes políticos. La más alta autoridad partidaria de esos años, de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín ­el mismo que en 1975 urgía a los militares a tomar el gobierno ante la amenaza de "la guerrilla industrial" que prosperaba en las fábricas­, el 13 de abril de 1980 ­cuando ya era evidente para cualquiera las atroces violaciones a los derechos humanos cometidas por los militares­, sostuvo en el programa La Clave de la segunda cadena de televisión española: "Creo que no hay desaparecidos; creo que están muertos, aunque no he visto el certificado de defunción de ninguno". Por el contrario, Jorge Luis Borges, quien en un comienzo tuvo una actitud complaciente con la dictadura hasta que conoció la verdadera naturaleza del Estado terrorista, sostuvo en Roma, al ser consultado acerca de las denuncias sobre desaparecidos en la Argentina: "Si hubo crímenes es necesario investigarlos... Se dice que el número de víctimas ha sido exagerado, pero bastaría un solo caso. Caín mató una sola vez a Abel, Cristo fue crucificado una sola vez... He hablado con cierto retardo, pero han venido hace poco personas a verme. Ha venido una señora que desde hace cuatro años no sabe nada de su hija. Desde hace tiempo recibo cartas que me comunican estas cosas...". Muchos, en cambio, se negaron recibir a las señoras del dolor, a las Madres de Plaza de Mayo, apostrofadas de locas, y entre esos muchos cabe incluir al grueso del periodismo argentino, que al dolor de la ausencia, les sumo la violencia canalla del silencio a esas madres que salieron a la plaza a librar contra los genocidas la inmensa batalla de la paz, la verdad y la justicia, tal como lo destacó Jean Pierre Bousquet en su libro Las locas de Plaza de Mayo: "Cuando un jueves de abril de 1977 a las cinco de la tarde catorce mujeres de entre 40 y 60 años de edad, madres de desaparecidos, desafían la prohibición del derecho de reunión promulgada por la todopoderosa Junta Militar y manifiestan en la Plaza de Mayo su dolor y su rechazo a ser despedidas sin respuesta de tribunal en ministerio, los generales pierden su primera batalla".

El señor tijeras
La censura operó férreamente en todos los medios de prensa desde el 24 de marzo de 1976 ­fecha inaugural de la dictadura­, teniendo como acta de nacimiento el comunicado núm. 19, a través del cual la Junta Militar establecía penas de diez años de reclusión "al que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las Fuerzas Armadas, de seguridad o policiales". En La prensa argentina bajo el proceso, Eduardo Balustein y Martín Zubieta recuerdan que "a ese primer comunicado se sumaron documentos provenientes de la Secretaría de Prensa y Difusión sobre los valores cristianos, combates contra el vicio y la irresponsabilidad, defensa de la familia y el honor, eliminación de términos procaces tanto como de opiniones de personas no calificadas, etcétera".
Este férreo control castrense sobre la prensa, llevó a Rodolfo Terragno ­ex jefe de Gabinete del gobierno de la Alianza, ex senador y, en lo que aquí interesa, director de Cuestionario, una de las mejores revistas publicadas en Argentina en la década del 70­, a escribir en un editorial de su revista publicado en abril de 1976: "Los diarios entraron en cadena".
Uno de los integrantes de la Junta Militar, el almirante Emilio Massera, había marcado sin ambages cuáles eran las fronteras que el periodismo tenía prohibido atravesar, so pena de ser considerado cómplice de los tres grandes "padres teóricos de la subversión":
"La crisis actual de la humanidad se debe a tres hombres. Hacia fines del siglo XIX, Marx publicó tres tomos de El Capital y puso en duda con ellos la intangibilidad de la propiedad privada; a principios del siglo XX, es atacada la sagrada esfera íntima del ser humano por Freud, en su libro La interpretación de los sueños, y como si fuera poco para problematizar el sistema de los valores positivos de la sociedad, Einstein, en 1905, hace reconocer la teoría de la relatividad, donde pone en duda la estructura estática y muerta de la materia" (declaración al diario La Opinión, 25/11/77).
El periodista Alberto Dearriba reconstruye las condiciones en las que debía ejercer su oficio en esa época: "Antes del golpe, había circulado una cartilla con las palabras que los militares consideraban inadecuadas. En la Argentina, por ejemplo, no había 'guerrilleros', sino 'delincuentes subversivos'. Los mismos que hoy dicen que en los 70 hubo una guerra, 'sugerían' que los diarios hablaran de 'enfrentamientos' y nunca de 'combates'. En todo caso, los medios nacionales nunca cubrieron aquella 'guerra' que se libraba frente a sus narices. La lista de términos prohibidos y aceptados era larga. Aprendimos ingeniosos malabares eufemísticos para no traicionarnos demasiado, ni herir las sensibles retinas de nuestros atentos lectores de los servicio de inteligencia. El brete era francamente estrecho."
A la censura impuesta desde el poder, le sucedió, inevitablemente, la autocensura impuesta por el miedo. Un caso típico de autocensura que le concierne directamente al mundo periodístico es el referido al secuestro del entonces director del diario La Opinión, Jacobo Timerman ­cuyas tribulaciones de esos años fueron llevadas al cine, teniendo el protagónico principal el actor Roy Schreider­. El estruendoso silencio ­cuando no la diatriba hecha por servilismo­ que el periodismo exhibió durante todo el tiempo que Timerman permaneció en un campo de concentración, sometido a los peores vejámenes, y luego puesto a disposición del Poder Ejecutivo ­para ser sometido a juicio­, fue apenas roto por la valiente voz de Robert Cox, director del diario Buenos Aires Herald, quien escribió en una columna aparecida el 3 de mayo de 1977:
"Me parece increíble que sea yo la única persona dispuesta a hablar en defensa del director de La Opinión, Jacobo Timerman, detenido en conexión con el caso Graiver. Pero si nadie entre la mucha gente que ayudó en el curso de los años, nadie entre los numerosos socios con que contó, ni nadie de entre los miembros de su personal se siente movido a decir algo en su favor, me siento entonces moralmente obligado a hacerlo yo. De ningún modo conozco bien al señor Timerman... un hombre que, en el momento de conocerlo, me recordó a Orson Welles en el papel del ciudadano Kane... Pero sé por cierto que este hombre, cuyo mal humor podía llegar a ser brutal, era también capaz de gran generosidad. Ha hecho innumerables favores a periodistas caídos en desgracia. Ha dado grandes sumas de dinero. Creí que unos pocos de entre la gente por él beneficiada podría haber escrito a La Opinión para ofrecer su apoyo en el momento en que está siendo sometido a proceso... Lo cierto es que habría que tratarlo con decencia... y la prensa debería dar el ejemplo en lugar de arrojarle barro. Afortunadamente tiene un gran sentido del humor. Quizá esté gozando con el asqueante espectáculo que ofrece gente que otrora lo halagó y ahora se ha vuelto en su contra... Solía referirse a La Opinión llamándola 'la manzana' porque es roja por fuera pero blanca por dentro. Me abstendré de hacer el obvio retruécano."
La poeta María Elena Walsh caracterizó del siguiente modo los efectos de los tortuosos mecanismos de la censura y de su oficiante mayor: "El ubicuo y diligente censor transforma uno de los más lúcidos centros culturales del mundo en un Jardín-de-Infantes fabricador de embelecos que sólo pueden abordar lo pueril, lo procaz, lo frívolo o lo histórico pasado por agua bendita. Ha convertido nuestro llamado ambiente cultural en un pestilente hervidero de sospechas, denuncias, intrigas, presunciones y anatemas. Es, en definitiva, un estafador de energías, unladrón de nuestro derecho de imaginación, que debería ser constitucional..." ("Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes", Clarín, 16/VIII/79).

Dar testimonio en momentos difíciles
El 24 de marzo de 1977 ­en el primer aniversario de la sangrienta dictadura­, el escritor y periodista Rodolfo Walsh envía por correo a las redacciones de los diarios locales y a corresponsales de medios extranjeros, la "Carta abierta de un escritor a la Junta Militar", definida por Gabriel García Márquez como "obra maestra del periodismo universal". Una hora después de echar en un buzón varios ejemplares de la misma, Walsh cayó en una emboscada tendida por un pelotón de la Escuela de Mecánica de la Armada en la cita revelada por un compañero que no soportó la picana eléctrica. Ese texto fue la mejor descripción de la barbarie que las Fuerzas Armadas estaban desatando sobre el pueblo argentino. Dice el periodista Horacio Verbistky: "Si eligió como interlocutor a la Junta Militar y se identificó a sí mismo como 'Un escritor', fue para simbolizar el inaudito desafío de un hombre solo a la maquinaria de un poder que, como él mismo escribió, 'es la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte'."
Ese gran escritor que fue consecuente con sus ideales hasta el instante final, comienza su carta diciendo:
"La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años."
Walsh describió los mecanismos del horror:
"Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicios."
La denuncia era la más valiente actitud posible que cabía esperar de un intelectual:
"En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada."
La carta termina con palabras que describen con escalofriante exactitud la manera en que terminaría sus días: "Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles."
Rodolfo J. Walsh además de ser un periodista excepcional, fue un escritor difícil de parangonar en la literatura latinoamericana. Conocía las tuercas más secretas del oficio de escritor, lo que sumado a sus muy arraigadas convicciones, lo llevó a apostar su vida en cada palabra. En 1968, había escrito:
"El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra".
García Márquez y Rodolfo Walsh
Se habían conocido en Cuba. Walsh había sido uno de los fundadores de la agencia Prensa Latina. En un milagro de maestría criptográfica, había conseguido descifrar los cables secretos referidos al plan de la invasión organizada por la CIA desde Guatemala, que entraron por casualidad en una radioteletipo que la agencia noticiosa usaba para monitorear el servicio de la competencia. De esa manera, la invasión a Cuba por Playa Girón, en abril de 1961, perdió mucho de su efecto sorpresa.
Rodolfo Walsh Luego de muchos años de no verse, el periodista argentino Horacio Verbistky propició el reencuentro entre ellos. Así lo cuenta el anfitrión: "En 1967, cuando se publicó Cien años de soledad organicé en casa de Berta Sofovich, que fue la única suegra de mi vida, una comida que Gabriel García Márquez recuerda como la parranda babilónica de su despedida de Buenos Aires. Como de costumbre, mis intenciones eran más modestas: quería propiciar el reencuentro de Rodolfo con su viejo compañero en Prensa Latina, que de la noche a la mañana se había convertido en una celebridad mundial. Se miraron todo el tiempo y casi no se hablaron. Les bastaba olerse como perros para reconocerse grandes escritores. A ninguno le resultaba fácil. Una cosa es admirar a Faulkner o a Joyce, otra conceder méritos a un contemporáneo. No recuerdo otra cosa de esa noche que según se cuenta fue divertida, porque hice poco más que mirarlos, fascinado por semejante encuentro. Nunca vi a Rodolfo tomar tanto como esa vez. El viento de la política le revolvía los papeles de la literatura y se los llevaba por la ventana. Un camino posible para su vida se había cerrado. La presencia triunfal, el aura y el tumulto que ya rodeaban a García Márquez le ratificaban lo distante que se sentía, no del arte de la palabra pero sí de la carrera literaria...".
Rodolfo Walsh había optado existencialmente por entregarse a la militancia con pasión para resignificar lo que serían los últimos años de su vida.
Veamos ahora el retrato que García Márquez trazó de quien fuera el símbolo más alto de la dignidad intelectual en el periodismo argentino.
 
García Márquez recuerda

Lo que sigue son algunos tramos de la nota "Rodolfo Walsh, el escritor que se le adelantó a la CIA", escrita por Gabriel García Márquez, para la revista colombiana Alternativa, núm. 124, julio-agosto de 1977: "Para los lectores de los años cincuenta, cuando el mundo era joven y menos urgente, Rodolfo Walsh fue el autor de unas novelas policiacas deslumbrantes que yo leía en los lentos guayabos dominicales de una pensión estudiantil en Cartagena. Más tarde fue el autor de unos reportajes tremendos e implacables en los que denunciaba las masacres nocturnas y las corrupciones de escándalo de las Fuerzas Armadas argentinas. En todas sus obras, aun en las que parecían de ficción simple, se distinguió por su compromiso con la realidad, por su talento analítico casi inverosímil, por su valentía personal y por su encarnizamiento político. Para mí, además de todo eso, fue un amigo alegre cuya índole apacible se parecía muy poco a su determinación de guerrero... Sin haber tenido un minuto de tregua en su guerra diaria, Rodolfo Walsh dirigió a la Junta Militar argentina una carta acusatoria que quedará para siempre como una obra maestra del periodismo universal. Esa fue la carta que le costó la vida. La escribió desde la clandestinidad, en Buenos Aires, la ciudad hermosa y desdichada donde su compatriota y colega Jorge Luis Borges, candidato finalista al premio Nobel, recibió alborozado una condecoración infame de Pinochet y aclamó a los gorilas argentinos como los salvadores de su patria."

La inmoralidad de los neutrales
Este rápido repaso del comportamiento de la prensa escrita argentina durante la última dictadura militar ­a pocos días de cumplirse 28 años de sus sangrienta instauración­, no pretendió otra cosa que aportar una mirada sobre la responsabilidad que le cabe a los medios en la configuración política de la realidad y en la construcción del imaginario social. "Es inmoral cobijarse detrás de la neutralidad de las noticias", escribió Joseph Pulitzer. Los estruendosos silencios y las evidentísimas omisiones que, con temblor o complicidad, practicó el grueso de la prensa escudándose en una abstracta "objetividad noticiosa", no agotan por suerte el catálogo de opciones abierto por el periodismo argentino en los años de plomo. Rodolfo Walsh convoca en su nombre a todos aquellos que no depusieron su exigencia de verdad ante la barbarie y que, si como dijo el estadounidense Bill Kovach: "El periodismo es la primera versión de la Historia", o el genial Albert Camus: "El periodista es el historiador del instante"; escribieron con sus vidas y con la tinta de su conciencia, un capítulo en la interminable lucha de la dignidad humana.
*Sergio Marelli es docente de la Universidad Nacional de La Plata en la cátedra de Filosofía del Derecho.
Correo: sergiomarelli@uolsinectics.com.ar
Publicado originalmente en Etcétera, México marzo del 2004.

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